En el curso siguiente, en 6º, los estudios se endurecían porque era el último año del Bachillerato y para titular como Bachilleres Superiores había que pasar por una Reválida, como ya habíamos hecho en 4º para obtener el de Bachiller Elemental.
Esta dificultad añadida hizo que renunciáramos a seguir entrenando y compitiendo. Había que dedicar todo el tiempo a las clases y a empollar lo más posible.
A pesar de esa realidad y ya atrapada por la magia del baloncesto, no entraba en mi renuncia el alejarme totalmente de él. Me las ingenié para seguir practicándolo de alguna manera. La solución la encontré en los recreos. Pedí permiso a las monjas para que nos dejaran un balón durante esa media hora y, así, no perdí el contacto con el que se convertiría - ¡quién lo iba a decir! – en mi deporte preferido.
Como no podíamos disponer de todo el patio, porque se concentraban en él todas las alumnas del Centro para ese rato de descanso, nos reuníamos en torno a alguna de las dos zonas marcadas en los lados más cortos. Con las compañeras de equipo que estaban dispuestas a seguir con las prácticas, formábamos colas para hacer tiros libres, dar la vuelta al mundo o, simplemente, pasarnos el balón y tirar al aro desde distintos puntos.
Nos solían rodear alumnas de cursos inferiores, que nos miraban curiosas, unas; admiradas, otras y desconsoladas, unas cuantas. Recuerdo que, en más de una ocasión, invité y enseñé a cómo coger y pasar el balón o cómo lanzar al aro, a algunas de estas últimas. Muchas de ellas se añadieron a nosotras para seguir aprendiendo y pasar un recreo más divertido.
Si alguna vez, la monja de turno para cuidar el recreo, no nos dejaba el balón, tampoco nos pensábamos demasiado el intento de acceder al lugar en el que se guardaba. Estaba en el baño de alumnas del patio y, aunque tenía una puerta cerrada con llave, se podía llegar a él, saltando por un gran hueco rectangular que, a modo de ventana abierta, coincidía con el final del tabique que separaba los servicios individuales y llegaba hasta casi el techo. Tanto otra compañera como yo, atrevidas ambas, lográbamos ascender a lo alto de ese tabique y, con ello, traspasar el hueco abierto y saltar hasta el suelo de ese pequeño y oscuro cuarto. Una vez allí, y por el mismo hueco, pasábamos el balón al otro lado y subiéndonos a unos viejos pupitres que también se guardaban allí, desandábamos el camino de entrada para incorporarnos al juego con las demás.
Una vez, por desgracia, una de esas compañeras de cursos inferiores, que se llama Mercedes Durango y era tan atrevida como nosotras, hizo el mismo recorrido para hacerse con un balón, pero, con tan mala suerte, que al dejarse caer desde aquella ventana al suelo del cuarto, cayó sobre uno de ellos y se fracturó un tobillo. Imagínense la bronca que nos llevamos… Pero, no me digan, señores, que la sufrida compañera no demostró, con creces, su amor al baloncesto. Desde aquí, y después de muchísimos años, quiero hacerle un pequeño homenaje por su valentía y generosidad.
Otra muestra de la enorme afición que había arraigado en nosotras, fue el cuidado de los balones. No eran como los de hoy, con atractivos colores y diseños, materiales sofisticados, superficies adherentes y diferentes tamaños y pesos. Eran únicamente de cuero y con piezas geométricas pequeñas cosidas entre sí, con hilo de bala. En su interior, una válvula de goma que era la que se inflaba y daba la forma esférica a los trozos cosidos. Cuando se rompían partes del hilo que unía las piezas, la válvula se escapaba por las ranuras abiertas y aquella bola informe no había quien la controlara. El mérito estaba en pespuntar esos descosidos a mano y con una aguja muy gruesa. Sólo así podíamos seguir usando tan especial artilugio. Muchos pinchazos sufrieron las yemas de mis dedos, a pesar del uso de un dedal. ¡Todo fuera por mantener nuestra incipiente vocación deportiva!
Esta dificultad añadida hizo que renunciáramos a seguir entrenando y compitiendo. Había que dedicar todo el tiempo a las clases y a empollar lo más posible.
A pesar de esa realidad y ya atrapada por la magia del baloncesto, no entraba en mi renuncia el alejarme totalmente de él. Me las ingenié para seguir practicándolo de alguna manera. La solución la encontré en los recreos. Pedí permiso a las monjas para que nos dejaran un balón durante esa media hora y, así, no perdí el contacto con el que se convertiría - ¡quién lo iba a decir! – en mi deporte preferido.
Como no podíamos disponer de todo el patio, porque se concentraban en él todas las alumnas del Centro para ese rato de descanso, nos reuníamos en torno a alguna de las dos zonas marcadas en los lados más cortos. Con las compañeras de equipo que estaban dispuestas a seguir con las prácticas, formábamos colas para hacer tiros libres, dar la vuelta al mundo o, simplemente, pasarnos el balón y tirar al aro desde distintos puntos.
Nos solían rodear alumnas de cursos inferiores, que nos miraban curiosas, unas; admiradas, otras y desconsoladas, unas cuantas. Recuerdo que, en más de una ocasión, invité y enseñé a cómo coger y pasar el balón o cómo lanzar al aro, a algunas de estas últimas. Muchas de ellas se añadieron a nosotras para seguir aprendiendo y pasar un recreo más divertido.
Si alguna vez, la monja de turno para cuidar el recreo, no nos dejaba el balón, tampoco nos pensábamos demasiado el intento de acceder al lugar en el que se guardaba. Estaba en el baño de alumnas del patio y, aunque tenía una puerta cerrada con llave, se podía llegar a él, saltando por un gran hueco rectangular que, a modo de ventana abierta, coincidía con el final del tabique que separaba los servicios individuales y llegaba hasta casi el techo. Tanto otra compañera como yo, atrevidas ambas, lográbamos ascender a lo alto de ese tabique y, con ello, traspasar el hueco abierto y saltar hasta el suelo de ese pequeño y oscuro cuarto. Una vez allí, y por el mismo hueco, pasábamos el balón al otro lado y subiéndonos a unos viejos pupitres que también se guardaban allí, desandábamos el camino de entrada para incorporarnos al juego con las demás.
Una vez, por desgracia, una de esas compañeras de cursos inferiores, que se llama Mercedes Durango y era tan atrevida como nosotras, hizo el mismo recorrido para hacerse con un balón, pero, con tan mala suerte, que al dejarse caer desde aquella ventana al suelo del cuarto, cayó sobre uno de ellos y se fracturó un tobillo. Imagínense la bronca que nos llevamos… Pero, no me digan, señores, que la sufrida compañera no demostró, con creces, su amor al baloncesto. Desde aquí, y después de muchísimos años, quiero hacerle un pequeño homenaje por su valentía y generosidad.
Otra muestra de la enorme afición que había arraigado en nosotras, fue el cuidado de los balones. No eran como los de hoy, con atractivos colores y diseños, materiales sofisticados, superficies adherentes y diferentes tamaños y pesos. Eran únicamente de cuero y con piezas geométricas pequeñas cosidas entre sí, con hilo de bala. En su interior, una válvula de goma que era la que se inflaba y daba la forma esférica a los trozos cosidos. Cuando se rompían partes del hilo que unía las piezas, la válvula se escapaba por las ranuras abiertas y aquella bola informe no había quien la controlara. El mérito estaba en pespuntar esos descosidos a mano y con una aguja muy gruesa. Sólo así podíamos seguir usando tan especial artilugio. Muchos pinchazos sufrieron las yemas de mis dedos, a pesar del uso de un dedal. ¡Todo fuera por mantener nuestra incipiente vocación deportiva!
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