Empezamos a entrenar desde el primer día del mes de Julio del 76, lo que para las recién ascendidas supuso un sobreesfuerzo, ya que casi enlazaron el torneo del ascenso con el inicio de la preparación para la siguiente temporada. Teníamos sesiones para conseguir el físico indispensable para tan larga competición, y horas de práctica constante e insistente, de fundamentos básicos para la técnica individual y de conjunto.
El fondo y la fortaleza físicos los adquiríamos asistiendo, dos veces por semana, a la playa de Las Teresitas y a las afueras de La Laguna. Recuerdo que Antonia nos citaba muy temprano, en la playa santacrucera, para evitar el sol más intenso. Después de los preceptivos estiramientos iniciales, recorríamos dos o tres veces, a trote ligero, los casi dos mil metros lineales de arena. En aquel entonces, con la tercera parte de bañistas de los que acuden hoy en día. Terminábamos en el fondo, donde apenas había nadie, con trabajo gimnástico para fortalecer las piernas y desarrollar el equilibrio. Cerrábamos la hora y media de ejercicio al aire libre, con juegos, de dos en dos, encaminados a obtener resistencia, reflejos y velocidad. Todo aquello era agotador, porque el hecho de hacerlo en la arena aporta un esfuerzo, casi doble, del que se realiza en superficies más consistentes.
Cuando acudíamos a La Laguna, corríamos, campo a través, por los solares que hoy ocupan numerosas viviendas, en las zonas aledañas al estadio de La Manzanilla y al colegio Luther King. Incluso, más de una vez, subimos y bajamos constantemente las altas gradas de cemento de la cancha exterior de este colegio, con el fin de fortalecer, aún más, nuestras piernas. Cómo es fácil suponer, terminábamos con la lengua fuera. A todo esto, se unían tablas de durísimos ejercicios gimnásticos, a las órdenes de Pedro López, nuestro preparador físico en aquellas dos primeras temporadas en la máxima división.
Es tradicional y conocida, entre jugadores de deportes de conjunto, la poquísima afición que suele haber hacia la práctica de todo tipo de gimnasia y, para la inmensa mayoría de mis compañeras, el cumplimiento de aquellos ejercicios era un auténtico suplicio. Sin embargo, yo fui una rara avis,- un bicho raro, vaya -, porque no respondía a este patrón ni en el Krystal ni en mis anteriores equipos. Entonces y ahora, la gimnasia me apasiona y asistía, sin mucho esfuerzo y con bastante gusto, a las sesiones que se nos marcaban. Los tres días restantes de la semana, acudíamos a la cancha del Real Club Náutico para ejercitar el trabajo individual, insistiendo mucho en el tiro. La jornada terminaba con un partidillo entre nosotras.
En Agosto, se descansó y, en Septiembre, la tarea se dedicó a reforzar los apartados más tácticos, sin perder de vista la forma física con mucho correr y mucha gimnasia. Los entrenamientos, en las instalaciones del Náutico, eran a diario y a las 10 de la noche. Lógicamente, los equipos de la entidad tenían preferencia a la hora de usarlas. Terminábamos cerca de las 12 y llegábamos a nuestras casas, más allá de la medianoche. Las reglas de la competición exigían una cancha cubierta con piso de parquet, para celebrar los partidos y tanto en Santa Cruz como en La Laguna, sólo existía, entonces, la de esta Sociedad.
Está claro el grado de vocación y compromiso que demostramos en todo momento, cumpliendo a rajatabla con aquellas intempestivas sesiones de trabajo. No debe perderse de vista que las que estudiaban, volvían a clase a las 8 de la mañana, y que las que trabajábamos (Antonia; Edita, la Delegada, y yo), lo hacíamos a la misma hora. Además, en mi caso, mi profesión obligaba a horas de trabajo fuera de las aulas, para preparar clases, corregir y evaluar. Todo ello, trataba de solucionarlo después de comer y hasta poco antes de ir a entrenar. Los fines de semana alternos, había que desplazarse a la Península a jugar y pocas actividades de éstas, se podían resolver en aviones y guaguas, aunque más de una vez lo intenté. También recuerdo que mis compañeras estudiantes, en épocas de exámenes, cargaban con sus apuntes y aprovechaban los trayectos más largos, para repasarlos.
Cuando no existía esta obligación, solíamos jugar al Master Mind, que se puso muy de moda en aquellos años y ahora vuelve a resurgir en los colegios, como práctica matemática y memorística. También lo hacíamos al ajedrez, con pequeños tableros imantados, y al juego entre los juegos: las cartas.
Muchos de aquellos viajes transcurrieron en horas de madrugada. A veces, en medio de la lluvia o la nieve, y recorriendo carreteras interminables y llenas de curvas, hasta llegar a nuestros destinos. Por ejemplo, más de 400 km. para ir de Madrid a San Sebastián, cruzando el Puerto de Navacerrada, en aquel entonces, y con más de seis horas en una guagua sin muchas garantías de seguridad, o más de 300 y casi cinco horas, para llegar a Valencia, también desde Madrid. La gran mayoría de las veces, empleábamos más de dos tercios del tiempo que estábamos fuera, cada fin de semana, solamente en los traslados.
Siempre admiré a las compañeras que fueron capaces de continuar jugando en la División de Honor, unos cuantos años más, en estas condiciones tan poco atractivas y tan desfavorables para alcanzar buenos resultados en los partidos que se celebraban a miles de kilómetros de nuestra tierra. Por muy joven y fuerte que se fuera, aquellas palizas que representaban los traslados, minaban a cualquiera y, hoy, desde la perspectiva que da el paso del tiempo, reivindico para ellas y para las que nos retiramos primero, el reconocimiento que merecemos todas, por aquella continua demostración de verdadero y desprendido amor a un deporte.
En próximas entradas, iré detallando las incidencias de muchos de los encuentros jugados en la primera temporada en Primera y como imagen para la de hoy, una foto publicada en Diario de Avisos, en vísperas de iniciar la competición, y después de una sesión nocturna de entrenamiento.
El fondo y la fortaleza físicos los adquiríamos asistiendo, dos veces por semana, a la playa de Las Teresitas y a las afueras de La Laguna. Recuerdo que Antonia nos citaba muy temprano, en la playa santacrucera, para evitar el sol más intenso. Después de los preceptivos estiramientos iniciales, recorríamos dos o tres veces, a trote ligero, los casi dos mil metros lineales de arena. En aquel entonces, con la tercera parte de bañistas de los que acuden hoy en día. Terminábamos en el fondo, donde apenas había nadie, con trabajo gimnástico para fortalecer las piernas y desarrollar el equilibrio. Cerrábamos la hora y media de ejercicio al aire libre, con juegos, de dos en dos, encaminados a obtener resistencia, reflejos y velocidad. Todo aquello era agotador, porque el hecho de hacerlo en la arena aporta un esfuerzo, casi doble, del que se realiza en superficies más consistentes.
Cuando acudíamos a La Laguna, corríamos, campo a través, por los solares que hoy ocupan numerosas viviendas, en las zonas aledañas al estadio de La Manzanilla y al colegio Luther King. Incluso, más de una vez, subimos y bajamos constantemente las altas gradas de cemento de la cancha exterior de este colegio, con el fin de fortalecer, aún más, nuestras piernas. Cómo es fácil suponer, terminábamos con la lengua fuera. A todo esto, se unían tablas de durísimos ejercicios gimnásticos, a las órdenes de Pedro López, nuestro preparador físico en aquellas dos primeras temporadas en la máxima división.
Es tradicional y conocida, entre jugadores de deportes de conjunto, la poquísima afición que suele haber hacia la práctica de todo tipo de gimnasia y, para la inmensa mayoría de mis compañeras, el cumplimiento de aquellos ejercicios era un auténtico suplicio. Sin embargo, yo fui una rara avis,- un bicho raro, vaya -, porque no respondía a este patrón ni en el Krystal ni en mis anteriores equipos. Entonces y ahora, la gimnasia me apasiona y asistía, sin mucho esfuerzo y con bastante gusto, a las sesiones que se nos marcaban. Los tres días restantes de la semana, acudíamos a la cancha del Real Club Náutico para ejercitar el trabajo individual, insistiendo mucho en el tiro. La jornada terminaba con un partidillo entre nosotras.
En Agosto, se descansó y, en Septiembre, la tarea se dedicó a reforzar los apartados más tácticos, sin perder de vista la forma física con mucho correr y mucha gimnasia. Los entrenamientos, en las instalaciones del Náutico, eran a diario y a las 10 de la noche. Lógicamente, los equipos de la entidad tenían preferencia a la hora de usarlas. Terminábamos cerca de las 12 y llegábamos a nuestras casas, más allá de la medianoche. Las reglas de la competición exigían una cancha cubierta con piso de parquet, para celebrar los partidos y tanto en Santa Cruz como en La Laguna, sólo existía, entonces, la de esta Sociedad.
Está claro el grado de vocación y compromiso que demostramos en todo momento, cumpliendo a rajatabla con aquellas intempestivas sesiones de trabajo. No debe perderse de vista que las que estudiaban, volvían a clase a las 8 de la mañana, y que las que trabajábamos (Antonia; Edita, la Delegada, y yo), lo hacíamos a la misma hora. Además, en mi caso, mi profesión obligaba a horas de trabajo fuera de las aulas, para preparar clases, corregir y evaluar. Todo ello, trataba de solucionarlo después de comer y hasta poco antes de ir a entrenar. Los fines de semana alternos, había que desplazarse a la Península a jugar y pocas actividades de éstas, se podían resolver en aviones y guaguas, aunque más de una vez lo intenté. También recuerdo que mis compañeras estudiantes, en épocas de exámenes, cargaban con sus apuntes y aprovechaban los trayectos más largos, para repasarlos.
Cuando no existía esta obligación, solíamos jugar al Master Mind, que se puso muy de moda en aquellos años y ahora vuelve a resurgir en los colegios, como práctica matemática y memorística. También lo hacíamos al ajedrez, con pequeños tableros imantados, y al juego entre los juegos: las cartas.
Muchos de aquellos viajes transcurrieron en horas de madrugada. A veces, en medio de la lluvia o la nieve, y recorriendo carreteras interminables y llenas de curvas, hasta llegar a nuestros destinos. Por ejemplo, más de 400 km. para ir de Madrid a San Sebastián, cruzando el Puerto de Navacerrada, en aquel entonces, y con más de seis horas en una guagua sin muchas garantías de seguridad, o más de 300 y casi cinco horas, para llegar a Valencia, también desde Madrid. La gran mayoría de las veces, empleábamos más de dos tercios del tiempo que estábamos fuera, cada fin de semana, solamente en los traslados.
Siempre admiré a las compañeras que fueron capaces de continuar jugando en la División de Honor, unos cuantos años más, en estas condiciones tan poco atractivas y tan desfavorables para alcanzar buenos resultados en los partidos que se celebraban a miles de kilómetros de nuestra tierra. Por muy joven y fuerte que se fuera, aquellas palizas que representaban los traslados, minaban a cualquiera y, hoy, desde la perspectiva que da el paso del tiempo, reivindico para ellas y para las que nos retiramos primero, el reconocimiento que merecemos todas, por aquella continua demostración de verdadero y desprendido amor a un deporte.
En próximas entradas, iré detallando las incidencias de muchos de los encuentros jugados en la primera temporada en Primera y como imagen para la de hoy, una foto publicada en Diario de Avisos, en vísperas de iniciar la competición, y después de una sesión nocturna de entrenamiento.
Gracias por tu visita a Calados y ha sido un placer conocer tu blog, donde se aprecia que disfrutas escribiendo y de donde se desprenden muy buenas reflexiones.
ResponderEliminarUn saludo y hasta pronto.
Arwen
Gracias, Arwen, por tu visita a este blog tan específico. También disfruto con la lectura de tus entradas, de las que también se desprende tu gusto por esto de la escritura. Saludos cordiales.
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