En los días previos a la competición y en el que tuvimos de descanso, compaginamos los entrenamientos con paseos por el entorno del hotel en que nos alojamos. Un hotel, por cierto, pequeño, muy familiar y acogedor, con una excelente comida casera que siempre celebrábamos. Estábamos ubicados en pleno centro, en la Plaza Mayor, a dos pasos de la bellísima y enorme catedral gótica segoviana. Recuerdo, como edificio muy curioso, la Casa de los Picos que, para mí, tiene un cierto paralelismo con la Casa de las Conchas, en Salamanca. También la encrucijada de encantadoras calles, jalonadas por iglesias románicas, como la de San Millán, la de San Martín o la de San Esteban, que desembocan en plazas con distintos niveles, que llevan sus nombres y alguna estatua conmemorativa de sus personajes históricos. El imponente Acueducto romano, que nos recibió y despidió, cerca del que está el mesón de Cándido, famoso en todo el mundo por sus cochinillos lechales asados, tan típicos de Segovia. En aquel entonces, ya había lista de espera para poder comer allí. Pero no me quedé con las ganas de saber cómo se prepara en la zona. Tuve la oportunidad de probar uno exquisito, en otro restaurante también muy próximo al Acueducto, el Mesón Duque, acompañado, además, de la mejor sopa castellana que he comido nunca.
Como algo extraordinario, algunas de nosotras, las que tuvimos la curiosidad de hacerlo, visitamos los alrededores de la capital. El dueño del hotel en que nos alojamos era un hombre muy amable y campechano, que siempre estuvo pendiente de que nos sintiéramos a gusto. Hizo buena amistad con Jeromo y nos invitó a visitar lugares y edificaciones cercanas. En un microbús de su propiedad nos llevó a ver los exteriores, porque no teníamos tiempo para más, de los palacios de La Granja y de Riofrío, del que nos dijo que el pequeño bosque que lo rodea albergaba grandes y distintas piezas de cacería, sobre todo gamos, reservadas para la afición por la cetrería del Rey Juan Carlos y sus antecesores. También estuvimos en el Alcázar, desde cuyos miradores vimos la Iglesia de la Vera-Cruz, románica y muy peculiar, porque tiene una planta poligonal de doce lados que, desde lejos, parece redonda. Paseamos muy cerca del Santuario de la Virgen de la Fuencisla y bebimos agua de una pequeña fuente de la que se decía que las jóvenes solteras que lo hicieran, se casarían en el año siguiente. Que yo sepa, en nosotras no se cumplió.
Además de disfrutar de todo lo visitado, antes de irnos de Segovia compramos algunos recuerdos para nuestras familias. En mi caso, aún se conservan en casa unos pequeños cuencos artesanos, de barro esmaltado, con la inscripción “Recuerdo de Segovia”, en los que solemos hacer, en invierno, un sucedáneo de aquella riquísima sopa castellana que tanto saboreé.
Hoy, recordando y reflexionando sobre todo lo ocurrido en la temporada 74-75, llego a la conclusión de que, más que una temporada de altibajos, fue un tiempo muy diferente al que, parte de nosotras, habíamos vivido en los grupos anteriores a los que pertenecimos. Tengo la sensación de que fue la temporada más disputada, en la que el resultado de cada partido era más incierto. En las anteriores, nuestra superioridad era tan manifiesta que, sin gran esfuerzo, ganábamos los encuentros y quedábamos campeonas de las ligas canarias, casi por costumbre.
En ésta, al fusionarnos con cinco nuevas compañeras, hubo un período de adaptación que costó superar y que, muy probablemente, el amor que todas, sin excepción, sentíamos por el baloncesto, hizo que saliéramos adelante en ocasiones que, antes, no se habían dado. La compenetración en el juego no fue fácil, porque procedíamos de estilos muy diferentes y, supongo, que el artífice de que, poco a poco, lo consiguiéramos, fue nuestro entrenador, Jerónimo Foronda.
También hay que tener en cuenta que los equipos rivales mejoraban y eso hacía que ofrecieran más dificultades a la hora de enfrentarnos a ellos. Por primera vez, jugamos una liga mucho más competida, aunque no mucho más fuerte que las precedentes. En esta ocasión, todos los participantes perdimos algunos encuentros y nunca hubo una superioridad manifiesta por parte de ninguno. El campeón de entonces, el Krystal Asunción, hubo de esperar a las últimas jornadas para confirmarse como tal.
En lo único que sí mantuvimos la costumbre fue en nuestra actuación final, la de la fase peninsular. Allí, como solía ocurrir, se evidenció, otra vez, la ausencia de esa fuerza a la hora de competir en Canarias. Volvimos a perder y a no ganar ni un solo partido. Era nuestro sino y, a pesar de ello, luchábamos sin desmayo.
Ese año, la compensación vino sin esperarla y fue la de disfrutar, al menos, del sitio en el que residimos. Muestra de esa compensación son las fotos que acompañan la entrada. La Casa de los Picos, el Acueducto, el Alcázar y la Catedral de Segovia representan los buenos ratos que pasamos muy cerca de ellos.
Como algo extraordinario, algunas de nosotras, las que tuvimos la curiosidad de hacerlo, visitamos los alrededores de la capital. El dueño del hotel en que nos alojamos era un hombre muy amable y campechano, que siempre estuvo pendiente de que nos sintiéramos a gusto. Hizo buena amistad con Jeromo y nos invitó a visitar lugares y edificaciones cercanas. En un microbús de su propiedad nos llevó a ver los exteriores, porque no teníamos tiempo para más, de los palacios de La Granja y de Riofrío, del que nos dijo que el pequeño bosque que lo rodea albergaba grandes y distintas piezas de cacería, sobre todo gamos, reservadas para la afición por la cetrería del Rey Juan Carlos y sus antecesores. También estuvimos en el Alcázar, desde cuyos miradores vimos la Iglesia de la Vera-Cruz, románica y muy peculiar, porque tiene una planta poligonal de doce lados que, desde lejos, parece redonda. Paseamos muy cerca del Santuario de la Virgen de la Fuencisla y bebimos agua de una pequeña fuente de la que se decía que las jóvenes solteras que lo hicieran, se casarían en el año siguiente. Que yo sepa, en nosotras no se cumplió.
Además de disfrutar de todo lo visitado, antes de irnos de Segovia compramos algunos recuerdos para nuestras familias. En mi caso, aún se conservan en casa unos pequeños cuencos artesanos, de barro esmaltado, con la inscripción “Recuerdo de Segovia”, en los que solemos hacer, en invierno, un sucedáneo de aquella riquísima sopa castellana que tanto saboreé.
Hoy, recordando y reflexionando sobre todo lo ocurrido en la temporada 74-75, llego a la conclusión de que, más que una temporada de altibajos, fue un tiempo muy diferente al que, parte de nosotras, habíamos vivido en los grupos anteriores a los que pertenecimos. Tengo la sensación de que fue la temporada más disputada, en la que el resultado de cada partido era más incierto. En las anteriores, nuestra superioridad era tan manifiesta que, sin gran esfuerzo, ganábamos los encuentros y quedábamos campeonas de las ligas canarias, casi por costumbre.
En ésta, al fusionarnos con cinco nuevas compañeras, hubo un período de adaptación que costó superar y que, muy probablemente, el amor que todas, sin excepción, sentíamos por el baloncesto, hizo que saliéramos adelante en ocasiones que, antes, no se habían dado. La compenetración en el juego no fue fácil, porque procedíamos de estilos muy diferentes y, supongo, que el artífice de que, poco a poco, lo consiguiéramos, fue nuestro entrenador, Jerónimo Foronda.
También hay que tener en cuenta que los equipos rivales mejoraban y eso hacía que ofrecieran más dificultades a la hora de enfrentarnos a ellos. Por primera vez, jugamos una liga mucho más competida, aunque no mucho más fuerte que las precedentes. En esta ocasión, todos los participantes perdimos algunos encuentros y nunca hubo una superioridad manifiesta por parte de ninguno. El campeón de entonces, el Krystal Asunción, hubo de esperar a las últimas jornadas para confirmarse como tal.
En lo único que sí mantuvimos la costumbre fue en nuestra actuación final, la de la fase peninsular. Allí, como solía ocurrir, se evidenció, otra vez, la ausencia de esa fuerza a la hora de competir en Canarias. Volvimos a perder y a no ganar ni un solo partido. Era nuestro sino y, a pesar de ello, luchábamos sin desmayo.
Ese año, la compensación vino sin esperarla y fue la de disfrutar, al menos, del sitio en el que residimos. Muestra de esa compensación son las fotos que acompañan la entrada. La Casa de los Picos, el Acueducto, el Alcázar y la Catedral de Segovia representan los buenos ratos que pasamos muy cerca de ellos.
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